martes, 20 de junio de 2023

Un científico que publica un estudio cada dos días muestra el lado más oscuro de la ciencia

 Manuel Ansede 16/06/2023

Fuente: https://sinpermiso.info/textos/un-cientifico-que-publica-un-estudio-cada-dos-dias-muestra-el-lado-mas-oscuro-de-la-ciencia

El negocio de citarse unos a otros.

El experto en carne José Manuel Lorenzo, de 46 años, es el investigador que más estudios científicos publica en España: firmó 176 trabajos el año pasado, según un recuento solicitado por EL PAÍS a John Ioannidis, experto en estadísticas biomédicas en la Universidad de Stanford (Estados Unidos). Lorenzo publica un estudio cada dos días, si se incluyen los fines de semana. Es una cifra inverosímil, muy lejos del segundo clasificado —el prestigioso ecólogo Josep Peñuelas, de 65 años, con 112 estudios anuales— y a una distancia sideral de la inmensa mayoría de los colegas de su campo, que suelen publicar una decena de artículos al año como mucho. La Universidad de Vigo, en la que Lorenzo es profesor asociado, ha llegado a proclamar que es “el mayor experto en carne del mundo”, pero un investigador francés que suele protagonizar los congresos internacionales de la especialidad explica a este periódico que nunca había oído el nombre del español. El caso de Lorenzo ilumina el lado más oscuro de la ciencia.

Los investigadores sufren una presión brutal para publicar estudios. Sus aumentos de sueldo, sus ascensos, la financiación de sus proyectos y su reconocimiento social dependen de evaluaciones en las que su rendimiento se mide prácticamente al peso. Este sistema, conocido como “publica o muere”, ha creado monstruos. Miles de científicos en todo el mundo publican al menos un estudio cada cinco días, según los cálculos de Ioannidis. Son los denominados “hiperprolíficos”, con un ritmo de producción asombroso y, a veces, directamente sospechoso.

José Manuel Lorenzo es el jefe de investigación del Centro Tecnológico de la Carne, una entidad dedicada a los productos cárnicos, dependiente de la Xunta de Galicia, en San Cibrao das Viñas (Ourense). Una persona que ha trabajado con él recuerda que, alrededor de 2018, su laboratorio se convirtió en “una fábrica de salchichas”. Lorenzo pasó de publicar menos de 20 estudios al año a firmar más de 120. “No le da tiempo ni a leérselos”, afirma otra persona con la que ha compartido proyectos. Un día comenzó a colaborar con investigadores exóticos, que nadie conocía, sobre temáticas que nada tienen que ver con la carne. Hace cuatro meses publicó un estudio sobre la gestión hospitalaria de la viruela del mono, con coautores iraquíes, indios y paquistaníes. Hace un año, firmó con investigadores de India y Arabia Saudí un artículo sobre el tratamiento de enfermedades de las encías con veneno de abeja. Lorenzo admite, en conversación telefónica con este periódico, que no conoce en persona a ninguno de esos coautores ni es experto en estos temas.

La India es uno de los países en los que se concentran las llamadas paper mills, auténticas fábricas de estudios científicos ya escritos y listos para ser publicados en revistas especializadas, cuya coautoría se ofrece a cambio de dinero. EL PAÍS ha preguntado precios a una de las empresas indias que envían sus ofertas a científicos españoles: iTrilon, con sede en Chennai. El director científico de la compañía, Sarath Ranganathan, ofrece la posibilidad de firmar como primer autor un estudio ya escrito, titulado “Neuroterapias de nueva generación contra el alzhéimer”, a cambio de unos 450 euros. También es posible ser el quinto coautor del artículo “Aparición de infecciones microbianas raras en la India”, por 400 euros. iTrilon promete publicar estos estudios precocinados en las revistas de las principales editoriales científicas del mundo: Elsevier, Taylor & Francis, Springer Nature, Science y Wiley. La industria editorial reconoció el año pasado que cada revista recibe un mínimo de un 2% de estudios sospechosos, con picos de hasta un 46%.

Lorenzo niega rotundamente haber recurrido a estas fábricas de estudios, pero conoce la existencia de un mercado de compraventa de autorías. “A mí me llegaron varios correos de una persona que se ofrecía a pagarme 1.000 o 2.000 euros para que lo pusiera como coautor, pero ni contesté”, asegura. Lorenzo afirma que científicos de la India, Pakistán, Irak y otros países le invitan a menudo a colaborar, sin conocerse. Según su relato, el bioquímico de plantas Manoj Kumar, del Instituto Tecnológico del Algodón de Bombay, le ofreció participar en ese estudio sobre el tratamiento de enfermedades de las encías y él, experto en carne, aceptó. Lorenzo cuenta que se limitó a revisar el inglés, proponer unos gráficos y firmarlo como coautor.

“Me llegan todos los días muchísimos correos y, si tengo tiempo y me apetece la temática que plantean, digo que sí”, explica. “Yo confío en la gente. Si me están engañando, lo desconozco. No es ético usar el nombre de una persona para publicar un estudio o cobrar por una coautoría. Yo estoy en contra de todas esas prácticas. Y, que yo sepa, nunca me han usado para eso”, sostiene.

Las revistas científicas tienen un incentivo perverso para publicar estudios de dudosa calidad. Antes eran los lectores los que pagaban para leer los artículos, inaccesibles entonces sin suscripción, pero en los últimos años se ha impuesto otro modelo, en el que son los propios autores los que pagan hasta 6.000 euros a las editoriales privadas para que su estudio se publique con acceso abierto a cualquier lector.

El cambio de modelo ha provocado un terremoto en la ciencia. En 2015 apenas había una decena de revistas biomédicas que publicasen más de 2.000 estudios al año cada una, representando entre todas el 6% de la producción total. Ahora hay 55 de estas llamadas “megarrevistas”, y juntas ya publican casi una cuarta parte de toda la literatura especializada, según una reciente investigación de John Ioannidis.

La mitad de las principales megarrevistas son de la misma editorial: MDPI, un gigante empresarial fundado en Basilea (Suiza) por el químico chino Shu-Kun Lin, que ya controla 427 revistas. Su marca International Journal of Environmental Research and Public Health publica casi 17.000 estudios al año, una cantidad que dificulta garantizar la calidad. Esta revista cobra a los autores más de 2.500 euros por los gastos de publicación de cada trabajo. Hace cinco años, más de una decena de editores de otra de estas megarrevistas (Nutrients) dimitieron alegando que MDPI los presionaba para aceptar estudios de baja calidad y aumentar los ingresos. El trabajo del experto en carne José Manuel Lorenzo sobre las enfermedades de las encías se publicó en la revista Antioxidants, también de MDPI.

La editorial de Shu-Kun Lin se ha convertido en poco tiempo en un imperio. Las revistas de MDPI ofrecen una vía sencilla para publicar estudios, gracias a sus requisitos menos exigentes. Un científico puede enviarles un trabajo y verlo publicado en apenas un mes tras una revisión superficial, en vez de los seis meses habituales en otras editoriales. Emilio Delgado, catedrático de Metodología de la Investigación de la Universidad de Granada, hace un diagnóstico demoledor. “Las revistas de MDPI han fagocitado el sistema”, opina. Delgado recuerda que en el mundo académico ya se habla de “catedráticos MDPI” para referirse a profesores que han ascendido gracias a un currículum basado en este tipo de trabajos, a menudo insustanciales. “Las universidades españolas se han convertido en macrogranjas de gallinas ponedoras de estudios”, afirma el catedrático de Granada.

Delgado y su colega Alberto Martín han analizado este cambio de comportamiento de los científicos españoles. Sus datos muestran que, en 2015, apenas el 0,9% de la producción española se publicaba en revistas de MDPI, frente al 0,6% mundial. Seis años después, el porcentaje en España se disparó hasta rozar el 15% y duplicar la proporción del resto del mundo. Algunas universidades concentran la publicación de sus estudios en revistas de MDPI, como la Católica de Ávila (71%), la Alfonso X el Sabio (42%) la de Extremadura (30%) y la Católica de Murcia (27%). En la mayor universidad presencial de España, la Complutense de Madrid, el porcentaje supera el 12%.

El tercer científico más prolífico de España es Jesús Simal, catedrático de Nutrición de la Universidad de Vigo, con 110 estudios publicados el año pasado, casi uno cada tres días. Simal es especialista en contaminantes químicos en los alimentos, pero en su currículum también aparecen estudios de temáticas diferentes con coautores exóticos. Hace un año publicó un estudio sobre la herramienta de edición genética CRISPR contra el cáncer, firmado con coautores de Bangladés, Indonesia y Arabia Saudí. El catedrático, antiguo vicerrector, admite que no conoce en persona al resto de firmantes y atribuye su insólita producción a su cooperación con “múltiples equipos de investigación internacional”. Simal, además, ha colaborado ocasionalmente con José Manuel Lorenzo y juntos han escrito un libro sobre comida para peces.

El cuarto puesto en la lista de científicos más prolíficos de España lo ocupa la psiquiatra japonesa Ai Koyanagi, con un pico de 108 estudios anuales, sin contar trabajos menores. Koyanagi era la codirectora del grupo de Epidemiología de los trastornos mentales en el Instituto de Investigación Sant Joan de Déu, en el área metropolitana de Barcelona. El 30 de abril renunció a su contrato, después de que EL PAÍS revelara que la psiquiatra es uno de los 19 científicos en España que han declarado falsamente, a cambio de dinero, que su lugar de trabajo principal es una universidad saudí, con el fin de aupar con trampas a las instituciones árabes en los rankings académicos internacionales. Un portavoz de la institución pública catalana que le pagaba el sueldo —la fundación ICREA— explica que Koyanagi buscará trabajo fuera de España.

Para evaluar el rendimiento de un investigador, y decidir ascensos o aumentos de sueldo, las instituciones consultan su producción en bases de datos internacionales, como la Web of Science, de la multinacional Clarivate. La vicepresidenta de la Web of Science, la química Nandita Quaderi, anunció el 20 de marzo que su equipo ha detectado más de 500 revistas sospechosas, gracias a un nuevo programa de inteligencia artificial creado para limpiar “los cada vez más contaminados registros académicos”. La compañía ha expulsado ya a más de 80 publicaciones de su base de datos, entre ellas 15 megarrevistas, incluida la mencionada International Journal of Environmental Research and Public Health de MDPI. Es la revista en la que más han publicado los científicos españoles en los últimos cinco años, con más de 5.400 estudios, según un análisis de los profesores de Documentación Rafael Repiso y Ángel María Delgado Vázquez.

“Estamos perdiendo millones de euros de dinero público en pagar por la publicación de estudios que habitualmente no aportan nada, solo repiten como papagayos resultados que ya conocía todo el mundo”, lamenta Delgado Vázquez, de la Universidad Pablo de Olavide, en Sevilla. Su análisis revela que las 82 revistas ahora expulsadas publicaron casi 190.000 estudios en los últimos cinco años. Unos 7.000, casi el 4%, están firmados por autores españoles. Las instituciones españolas han gastado más de 12 millones de euros en pagar los gastos de publicación de estos controvertidos estudios, según sus cálculos.

“No hay que generalizar, pero todos conocemos en nuestras universidades a un profesor o profesora al que le ha crecido el currículum misteriosamente, en muy poco tiempo, y que está consiguiendo ascender en un plazo de tiempo inusual. Esa podredumbre está ahí y el que no la huele es porque se tapa la nariz”, afirma Delgado Vázquez. Cinco universidades públicas españolas —Granada, Valencia, Extremadura, Sevilla y Almería— publicaron casi 1.900 estudios en el polémico International Journal of Environmental Research and Public Health en apenas cinco años. “Lo vomitivo, además, del dinero público tirado, es la desigualdad que esto provoca en el sistema científico. Los caraduras progresan en su carrera mientras la gente legal se va quedando en el arcén, esto es lo verdaderamente lamentable”, expone Delgado Vázquez.

El rendimiento de un científico también se mide por la cantidad de veces que otros investigadores citan su trabajo. Publicar una enorme cantidad de estudios, y pertenecer a una red internacional de colegas que hagan lo mismo y se citen unos a otros, es una manera sencilla de trepar en algunos rankings internacionales. El Centro Tecnológico de la Carne presume de que “cuatro de los cinco primeros expertos en productos cárnicos” del mundo son investigadores de su organización, según los datos del portal estadounidense Expertscape, que valora los estudios al peso. En ese listado, José Manuel Lorenzo es el primero del planeta, seguido por sus colegas de laboratorio Paulo Munekata, Mirian Pateiro y Rubén Domínguez. Estos dos últimos también están implicados en la trama saudí para hacer trampas en los rankings.

El quinto científico más prolífico de España es Toni Frontera, catedrático de Química de la Universidad de las Islas Baleares. Firma un centenar de estudios al año. “Yo trabajo ocho horas y, luego, ocho más, porque mi hobby es publicar. Me encanta. Trabajo básicamente todos los días del año: sábados, domingos, en Navidad”, asegura en conversación telefónica. Acaba de publicar un estudio sobre la estructura de un complejo molecular con potencial farmacológico, junto a investigadores de Arabia Saudí, Pakistán, Nueva Zelanda y Egipto. Frontera admite que no conoce a ninguno de sus coautores y afirma que se limitó a hacer simulaciones en el ordenador a partir de datos experimentales que le enviaron. “Me contactaron por correo electrónico. Si ha habido compraventa de autorías o si han añadido autores [que en realidad no hayan hecho nada], yo no lo puedo saber, la verdad”, sostiene el catedrático.

El sexto investigador más prolífico es Rafael Luque, un químico expulsado de la Universidad de Córdoba hace seis meses, con una sanción de 13 años sin empleo y sueldo, por su implicación en la trama saudí. Luque firmó 98 estudios el año pasado, incluido un trabajo en la editorial Springer Nature sobre la degradación del ibuprofeno en aguas residuales, firmado junto a siete iraníes. El ingeniero británico Nick Wise, de la Universidad de Cambridge, ha denunciado que las coautorías de ese estudio salieron a la venta unos meses antes. Luque afirma que nunca ha pagado para firmar un estudio ajeno y añade que no descarta que alguno de sus coautores iraníes sí pagase para figurar.

La editorial MDPI ha creado un nuevo modelo de negocio. Sus revistas invitan a los científicos, incluso a los más mediocres, a ser editores de multitud de números especiales, convirtiendo al investigador de turno en su agente comercial, sin pagarle. Ese editor invitado ofrecerá a sus colegas publicar estudios en ese monográfico, siempre que paguen los 2.500 euros o lo que toque como gastos de publicación. A cambio, el editor invitado podrá publicar uno o varios artículos gratis en ese número especial. Son “técnicas comerciales piramidales”, en palabras de Isidro Aguillo, del Instituto de Bienes y Políticas Públicas del CSIC. Cada revista de MDPI publica cientos de números especiales al año, multiplicando la cantidad de números normales. MDPI hincha sus beneficios y los miles de editores invitados inflan su currículum.

Delgado Vázquez y Repiso instan a las instituciones a que consideren estas prácticas como deméritos, en vez de méritos, como ocurre actualmente. “Un demérito es tratar de vender que se ha publicado en una revista internacional, cuando la realidad es que se ha publicado en un monográfico propio (a veces varios artículos), o en un monográfico editado por la pareja, un coautor habitual o un compañero de departamento. Eso no es mérito, es endogamia”, señalan en su análisis. José Manuel Lorenzo y sus tres compañeros del Centro Tecnológico de la Carne han sido editores invitados de monográficos de la editorial MDPI.

Muchos de los científicos más prolíficos acaban entrando en la prestigiosa lista de los Científicos Muy Citados, elaborada por la multinacional Clarivate con los 7.000 investigadores del mundo más citados por otros colegas. Simal, Koyanagi, Luque y los dos colegas de laboratorio de José Manuel Lorenzo (Mirian Pateiro y Rubén Domínguez) figuran en ese listado, utilizado por el influyente ranking de Shanghái para designar a las mejores universidades del planeta. Algunas instituciones saudíes ofrecen en secreto hasta 70.000 euros anuales en la cuenta bancaria de los Muy Citados para que mientan en la base de datos de Clarivate y declaren trabajar en Arabia Saudí.

El matemático Domingo Docampo, antiguo rector de la Universidad de Vigo, denuncia además la existencia de “granjas de citas”: redes internacionales de investigadores que pactan citarse unos a otros para ascender artificialmente en los rankings internacionales. Históricamente, los estudios matemáticos más citados procedían de universidades reconocibles por todo el mundo, como las estadounidenses de Harvard, Stanford y Princeton. Ahora, explica Docampo, es difícil encontrar una institución de referencia en los primeros puestos, copados por universidades asiáticas de segunda fila.

El estudio matemático más citado de 2022 fue un trabajo sobre el flujo de calor en un nanomaterial, encabezado por un investigador de la Universidad Rey Abdulaziz, una de las instituciones saudíes implicadas en el soborno de científicos muy citados. Ese artículo irrelevante acumula en un solo año más de 430 citas, frente a las 24 que ha recibido el estudio más citado de Princeton, según subraya Docampo. “En Arabia Saudí están los jeques de la mafia de las citas”, advierte. Ese trabajo árabe ya ha sido retractado, tras detectarse “cambios sospechosos” de última hora, con tres coautores de India y Arabia Saudí añadidos de tapadillo, según una nota de la editorial Elsevier. Es el comportamiento habitual en la compraventa de autorías. Isidro Aguillo, del CSIC, pide mano dura: “El problema no son ni los tramposos ni el sistema, porque, si el sistema cambia, los tramposos se adaptarán. El problema es la impunidad”.

El cardiólogo Gregory Lip, de la Universidad de Liverpool, es el científico que más publica en el mundo, con más de 250 estudios al año, según los cálculos solicitados por este periódico a Ioannidis. Es un ritmo que supone firmar un artículo cada día y medio, trabajando los fines de semana. “No hay nada malo en la productividad per se. De hecho, es bueno que los científicos sean productivos en vez de perezosos, pero el número de artículos no debería ser lo importante”, opina Ioannidis. “El hecho de que muchos investigadores relativamente jóvenes en España tengan una productividad tan elevada en los últimos años es preocupante. Sugiere que hay un sistema de recompensas que ha incentivado esas tasas de publicación masiva”, reflexiona el profesor de Stanford.

La guardiana de la calidad de la universidad española es la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA). El organismo empezó en 2017 a exigir más de un centenar de estudios publicados como mérito imprescindible para acreditarse como catedrático en algunas especialidades. La nueva directora de la agencia, Pilar Paneque, atribuye aquellos cambios a un Real Decreto del Gobierno de Mariano Rajoy. “Es un clamor que esto es una locura y que estamos desvirtuando el sentido de lo que debe ser la universidad y la ciencia”, afirma Paneque, que solo lleva tres meses en el cargo.

“En cada café, en cada universidad, está esa conversación sobre cómo nos hemos echado en los brazos del mercado editorial y sobre el coste que está teniendo este sistema en todos los sentidos”, cuenta la directora de la ANECA. Las universidades españolas y el mayor organismo español de ciencia, el CSIC, pagan unos 43 millones de euros al año a cuatro editoriales (Elsevier, Wiley, Springer Nature y ACS) para poder leer sus revistas y publicar más estudios de acceso abierto en ellas. Otras empresas, como la polémica MDPI, también han llegado a acuerdos individuales con multitud de universidades.

Eva Méndez, experta en ciencia abierta de la Universidad Carlos III de Madrid, hace una crítica corrosiva del sistema actual y de las “conductas depredadoras” de todas las editoriales científicas. “Pagar 43 millones de euros al año es una barbaridad. Con esos 43 millones de euros se podría hacer un sistema alternativo estupendo”, opina. Méndez pone el ejemplo de Open Research Europe, una plataforma apoyada por la Comisión Europea en la que los investigadores no pagan ni por leer ni por publicar sus estudios.

La directora de la ANECA lanza un mensaje de optimismo. “Precisamente porque todos hemos llegado al agotamiento ante estas malas prácticas, porque el mercado editorial domina nuestra actividad investigadora y porque esto es sabido y criticado por todos, yo creo que estamos en una coyuntura perfecta para hacer todos los cambios necesarios”, opina. El plan de Pilar Paneque es introducir nuevos criterios de evaluación de los científicos en enero de 2024, tras la aprobación de un nuevo Real Decreto que sustituya al controvertido de la época de Rajoy. “Todo el sistema es una locura y está costando millones de euros. Por eso el momento es excelente para cambiarlo”, sentencia.

 

 
es periodista científico y antes fue médico de animales. Es cofundador de Materia, la sección de Ciencia de EL PAÍS. Licenciado en Veterinaria en la Universidad Complutense de Madrid, hizo el Máster en Periodismo y Comunicación de la Ciencia, Tecnología,

Fuente:

Medioambiente y Salud en la Universidad Carlos III https://elpais.com/ciencia/2023-06-03/un-cientifico-que-publica-un-estudio-cada-dos-dias-muestra-el-lado-mas-oscuro-de-la-ciencia.html#?rel=lom


lunes, 22 de mayo de 2023

Para documentar el pasado de la “Ley Buylla”

La “Ley Buylla” recicla una ideología de los años sesenta del siglo pasado, que operó en el último peronismo, luego fue a dar a la Venezuela de Chávez y ahora regirá a la ciencia mexicana.

Fuente: https://letraslibres.com/ciencia-tecnologia/guillermo-sheridan-documentar-pasado-ley-buylla/

Publiqué hace poco en el periódico El Universal “El pasado de la Ley Buylla”, un comentario sobre la “Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación” que el gobierno de México, a iniciativa de María Elena Álvarez-Buylla –directora de lo que llama “el Conacyt de la 4T”–, impuso a la ciencia mexicana por medio de sus diputados fervientes. No fue un procedimiento demasiado epistémico, pues esos diputados redujeron a dos las siete sesiones en las que la comunidad científica ansiaba criticarla y la impusieron por su sola autoridad.

Agrego ahora, pues hay más espacio, algunos comentarios y referencias a la bibliografía, con ánimo de serle útil a quienes pidieron más información o manifestaron incredulidad.

Argumenté que la “Ley Buylla” recicla el “Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Sociedad”, una ideología de los años sesenta del siglo pasado promovida por el argentino Oscar Varsavsky, que operó algo en el último peronismo, luego fue a dar a la Venezuela de Chávez y ahora, por orden de la camarada Álvarez-Buylla, regirá a la ciencia mexicana.

Varsavsky y la “ciencia politizada”

En 1968 escribe Óscar Varsavsky (p. 35) sobre formar investigadores sin conciencia en las universidades:

Lo que obtuvimos, pues, fue una alineación, un extrañamiento de todos esos jóvenes que habíamos preparado con tanto cuidado, luchando durante años para conseguirles fondos, para crear el Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas que dio y da becas, subsidios, complementos de sueldo con un criterio aún más cientificista que el nuestro. Toda esa gente, aun quedándose en el país, cortaba sus lazos con él y se vinculaba cada vez más al extranjero. Algunos terminaban yéndose al hemisferio norte definitivamente, pero ese no era el problema más grave. Más problema eran los que quedaban, pero se ocupaban solo de temas que interesaban a los Estados Unidos o Europa. Cuestiones de ciencia aplicada que interesaran al país no se investigaban. Problemas de ciencia pura que pudieran tener alguna ramificación beneficiosa para el país, no se veían.

En 1969, en “Ciencia, política y cientificismo” Varsavsky hace una convocatoria a los científicos de América Latina a practicar una “ciencia politizada”:

Hay científicos cuya sensibilidad política los lleva a rechazar el sistema social reinante en nuestro país y en toda Latinoamérica.

Lo consideran irracional, suicida e injusto de forma y fondo; no creen que simples reformas o “desarrollo” puedan curar sus males, sino solo disimular sus síntomas más visibles. No aceptan sus normas y valores –copiados servilemente, para colmo, de modelos extranjeros–; no aceptan el papel que el sistema les asigna, de ciegos proveedores de instrumentos para uso de cualquiera que pueda pagarlos, y hasta sospechan de la pureza y neutralidad y apoliticismo de las élites científicas internacionales al imponer temas, métodos y criterios de evaluación.

A estos científicos rebeldes o revolucionarios se les presenta un dilema clásico: seguir funcionando como engranajes del sistema –dando clases y haciendo investigación ortodoxa– o abandonar su oficio y dedicarse a preparar el cambio del sistema social como cualquier militante político.

Quienes creen que la ciencia es pura, objetiva, universal y neutra no son ya los científicos en el dilema del “contexto” (asunto que tanto interesó, por ejemplo, a Adorno y a Popper) sino que son denunciados como científicos al servicio del mercado. Para Varsavsky, los “sin conciencia” ven a la ciencia como “inversión rentable”, investigan los “temas de moda” y defienden la “libertad de investigación” porque han sido cooptados por la mentalidad de “la libre empresa”, se han hecho competitivos y se pelean el mérito académico de manera individualista. Tales científicos

son sirvientes directos de estos mercados y dedican sus esfuerzos a inventar objetos. Los resultados son a veces muy útiles: computadoras, antibióticos, programación lineal. Pero no podemos esperar que se dediquen a inventar métodos para difundir ideas sin distorsionarlas, antídotos contra el lavado de cerebro cotidiano que hacen los medios de difusión masiva o estímulos a la creatividad.

En 1972 publicó su manifiesto Hacia una política científica nacional, que se convirtió en el vademecum radical de la “nueva ciencia” del pueblo y en la referencia obligada para las “epistemologías del sur” que acicatea Boaventura de Sousa, el ideólogo portugués que mucho emociona a Álvarez-Buylla, a John Ackerman y a otros adversarios de “la ciencia neoliberal”.

El objetivo de esta “nueva ciencia”, dice Varsavsky, es hacer entender a los científicos latinoamericanos que “Solo gracias a la revolución científica podrá aparecer el Hombre Nuevo y solo este podrá realizar a fondo esa revolución” (la referencia al Che Guevara no es decorativa). La ciencia debe ser nacional, es decir, estudiar y resolver los problemas nacionales, y no caer en el “cientificismo seguidista” subordinado “al mercado científico”. Se necesita oponerle un “pensamiento científico independiente, capaz de crear una ciencia que pueda diferenciarse de la ciencia ortodoxa dirigida desde el hemisferio norte”. Esa capacidad debe ser popular, una ciencia del pueblo y para el pueblo fortalecida por las instituciones del Estado, “desde la participación en el gobierno hasta las sociedades vecinales, pasando por la gestión de las empresas y la creación de conocimiento científico por el pueblo”. Una ciencia que será “por sí misma, verdaderamente libre, hecha como ocio creativo por todo el pueblo, y será una característica importante de la sociedad socialista madura”.

Tales ideas se movieron poco en la ciencia argentina, si bien Varsavsky operó con el general Perón cuando, en 1973, le pidió colaborar al diseño de una “nueva universidad” que ya no fuera un centro fortalecedor del aspiracionismo de las clases media y baja, las malas universidades “incapaces de comprender cuales son las necesidades técnico-científicas de la trasformación social y resultan meros instrumentos de colonización cultural”. De hecho, el discurso que exige que “la universidad debe ser abierta el pueblo” es equivocado, le parece a Varsavsky, y viene de quienes creen “que el pueblo debe aprender en ella lo mismo que se enseña hoy a los privilegiados”, algo que lo metería en la lógica aspiracionista. Las becas al extranjero también son parte del espejismo seguidista:

Es natural, pues, que todo aspirante a científico mire con reverencia a esa Meca del Norte, crea que cualquier dirección que allí se indique es progresista y única, acuda a su templos a perfeccionarse… Elige alguno de los temas allí en boga y cree que eso es libertad de investigación, como algunos creen que poder elegir entre media docena de diarios es libertad de prensa…

Venezuela: los “Guerrilleros de la ciencia”

Donde sí arraigó esta tendencia radical de lo que comenzó a ser llamado el “Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Sociedad” (PLACTS) fue en Venezuela. Un buen día, durante su gustado programa de TV Aló Presidente, al comandante Hugo Chávez se le ocurrió proclamar lo que llamó la “Misión Ciencia”. Acto seguido, dispuso que los científicos venezolanos se llamarían ahora “Guerrilleros de la Ciencia”, como narra un apóstol de Varsavsky (que estuvo enseñando en México), el sociólogo Rigoberto Lanz, en un escrito elocuente, en el que abrevia la misión y desenmascara al enemigo:

“Guerrilleros de la ciencia” es una emblematización que escandaliza a la vieja aristocracia del conocimiento que ha vivido durante siglos de los mitos de la “neutralidad”, del cuento de la “objetividad” y de las burdas manipulaciones de un fulano “método científico” que han operado durante décadas como terrorismos intelectuales, como criterio discriminatorio sobre una amplia diversidad metódica que ha sido históricamente marginalizada, como filtro implacable para que el mandarinato de la ciencia y la tecnología legitime impunemente las formas de dominación que se han hecho cultura en este trayecto de la Modernidad. […]

Pero esas prácticas, discursos y aparatos no se van esfumar sin dejar rastro. Al contrario, el peso de esa cultura científica se reproduce inercialmente por todos lados. Sus efectos siguen traduciéndose en todos los ámbitos de la educación, del quehacer científico-técnico y las rutinas académicas del mundo universitario. La lucha supone precisamente hacerse cargo de las fuerzas en escena, de los intereses que allí se juegan y de la envergadura de las resistencias que se disparan cuando de cambios se trata.

Después llamó a acometer “la revolución epistemológica en los modos de producción del conocimiento” y a dar “un salto cualitativo en los modelos de gestión del conocimiento que hemos heredado” para que los investigadores universitarios se impregnen “de un espíritu subversivo” y se hagan “guerrilleros de la ciencia”.

Un aspecto de ese discurso que emociona a Álvarez-Buylla es su amor a la epistemología “de los saberes”. También en 2006, escribe Lanz que la nueva ciencia debe basarse “en las nuevas relaciones entre la gente y el conocimiento, entre las comunidades y los sistemas de saberes, entre el poder popular y las comunidades científicas.”

En Venezuela, todo esto se convirtió en política de Estado, como explica Gladys Maggi, quien en 2006 era la viceministra de Desarrollo para la Ciencia y Tecnología del Ministerio del Poder Popular Para la Ciencia y la Tecnología, instituciones que, asegura, “se inspiran en el pensamiento de Óscar Varsavsky”. Una vez rescatada la ciencia del “patrimonio de unos pocos”, el Estado debe garantizar que “fluya en todos los actores de la sociedad” hasta lograr la construcción “de una nueva realidad”, lo que supone “articular el conocimiento científico con los saberes populares”. En busca de esa meta, el Ministerio del Poder Popular podrá “asegurar el acceso de todos los ciudadanos a la información”, propiciando “la masificación de la formación de alto nivel” y garantizar así “no solo la excelencia, sino la inclusión, la equidad y la justicia social de nuestro pueblo”. 

En el mismo libro, María Egilda Castellano, rectora de la Universidad Bolivariana de Venezuela, también denuncia a las universidades que “han vegetado al margen de esta realidad que atenta contra la condición humana”. Las universidades (con excepción de la suya, inspirada por Chávez), fueron parte “del proyecto colonizador de la corona española” y promovieron la subordinación a Europa, así como la conversión del “valor social del conocimiento” en valor económico. Lo bueno es que con la llegada de Chávez se decidió “retomar al Estado docente: orientador financista, garante y vigilante de la educación para que esta vaya a los pueblos y pueda contribuir a la verdadera transformación social”.

En 2010, el gobierno venezolano retacó esa ideología en su “Ley Orgánica de Ciencia, Tecnología e Innovación”, que refundó y reestructuró al FONACIT (Fondo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación) bajo la premisa de que toda la actividad científica debería estar dedicada a “la solución de problemas concretos de la sociedad”, a “resguardar los conocimientos tradicionales” y a lograr que “la sociedad se adueñe del conocimiento y comience a generarlo, entendiendo el conocimiento como una herramienta fundamental para incrementar la riqueza, fortalecer la autogestión y masificar el bienestar social”. Absolutamente todos los investigadores residentes en el país deberán someter sus proyectos “a los objetivos del Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social de la nación”.

Y bueno, no se masificó lo suficiente y la “Misión Ciencia” colapsó en 2017.

Tres investigadores de la Universidad Central de Venezuela –Rubén García, Zoraira Silva y Consuelo Ramos de Francisco–, hacen en 2018 una evaluación poco optimista en “Misión ciencia en Venezuela, un proyecto ilusorio, extraviado, fugaz y víctima de la revolución del siglo XXI”.

Piensan que la Misión fue desde su origen “excluyente y sectaria” en tanto que, desde 2006, el gobierno excluyó de las decisiones a grupos de científicos como la Asociación Venezolana para el Avance de la Ciencia, a las asociaciones académicas de investigadores y profesores, al Consejo de Desarrollo Científico Humanístico y Tecnológico y a las universidades mismas (decisión idéntica a la que acometió Álvarez-Buylla al dejar fuera de la Junta de Gobierno de su Conacyt a organizaciones e instituciones equivalentes y meter, en cambio, a las fuerzas armadas). El gobierno bolivariano creó entonces el Ministerio del Poder Popular para la Ciencia y la Tecnología e Industrias Intermedias (MPPCTI) que lanzó proyectos científicos como las “rutas” de la empanada, el chocolate, la mandarina, “los gallineros verticales, la fabricación de queso de telita, de casabe y de chorizo de cabra, la siembra en los balcones y la cría de conejos en las casas” y otros proyectos científicos similares.

A veinte años de la llegada de Chávez al poder, concluyen los profesores, “ni el Ministerio de Ciencia y Tecnología, ni el FONACIT ni el Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, administran, promueven o desarrollan la investigación científica.” Se dejaron de llevar estadísticas sobre resultados, pero se redujo considerablemente el número de posgraduados, se disparó la fuga de cerebros y se canceló toda colaboración con la iniciativa privada. Si en 2002 el 3.4 de las publicaciones científicas en América Latina eran de Venezuela (el quinto lugar), en 2017 era solo el 0.6% (octavo lugar). Otra cosa que colapsó fueron las patentes, lo que el gobierno dijo que era entendible dado que están controladas por empresas con intereses capitalistas.

La “hidra disfrazada de ciencia”

No escasean elementos de la ideología de Varsavsky y adláteres en la que Álvarez-Buylla ha decidido que es la adecuada para dirigir la ciencia en México. Lleva las de ganar, pues tiene la ventaja de ser la dueña de “el Conacyt de la 4T” y tiene el apoyo del pueblo (es decir, del presidente) para imponer su ideología sobre todos los que, a su juicio, cayeron en las garras de “la ciencia neoliberal” que colabora con ese “sistema de muerte que es el sistema neoliberal capitalista”.

 

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Alguna vez famosamente sentenció que “en el sistema capitalista neoliberal globalizado, las corporaciones usan a las científicas y su ciencia, nuestra ciencia, y dictan qué se investiga y qué no, además de cómo legitimar sus negocios. Esto es a lo que llamo los avances de la hidra disfrazada de ciencia”.

 

Hace tiempo, por medio de una solicitud de transparencia, Juan Pablo Pardo Guerra le pidió al Conacyt definir formalmente el concepto “ciencia neoliberal”. La respuesta fue que no había respuesta, pero bien podría haber empleado la de Varsavsky:

El problema que está en juego es la transformación de esta sociedad en otra. Se trata, entonces, de ver si hay una manera de hacer ciencia que ayuda a esa transformación y otra que la dificulta, y hasta dónde llegan las diferencias, eso es lo que a mí me interesa usar para definir ideología en ciencia. Se trata de ver en qué grado la ciencia actual, fiel al sistema capitalista, neoliberal, dependiente o neocolonial, es cientificismo; esto nos sugerirá los cambios necesarios para que deje de serlo. Moraleja: No disociar el pensamiento científico del político, discutir con los compañeros de ideología cuál será el contenido concreto de cada ciencia, temas y métodos en el nuevo sistema y predicar y preparar para el cambio allí, por lo menos encontrar cuáles son las causas que no deben seguir haciéndose y combatirlas, ir armando así una política científica y tecnológica fiel al nuevo sistema, donde la ideología aparezca como vía explícita.

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Cuando, en junio de 2018, el entonces candidato López Obrador anunció que Álvarez-Buylla sería la directora del Conacyt, dijo que tenía el mérito de ser la presidenta de UCCS, una ONG cuyo objetivo es “la utilización social creativa y libertaria del conocimiento y así revertir aquellas tendencias destructivas sobre el ambiente y la sociedad que la modernidad está generando”, como decía su Manifiesto fundacional. Más que su ciencia, me parece que al presidente le interesó ese activismo en defensa de una agricultura purificada de ambición económica y resistente ante el mercado, algo en concordancia con su idealización de un México resistente a “la modernidad”, tradicionalista, familiar, estoico y (se supone) autosuficiente.

Por venir de las “Redes Universitarias” que apoyaban a AMLO en la UNAM, y del think tank del diario La Jornada, Álvarez-Buylla llegó con las calificaciones ideológicas adecuadas para el cargo. Además, presentó un “Plan de reestructuración estratégica del Conacyt para adecuarse al Proyecto Alternativo de Nación 2018-2024 presentado por MoReNa”, que desde su primer párrafo alababa la sabiduría “del licenciado López Obrador” por diagnosticar que “el régimen económico neoliberal” es “la causa de la crisis nacional” debida en parte a la ciencia pervertida por “el valor de mercado”, los “intereses corporativos” y “la mercantilización a ultranza”, por lo que su “Plan” incluiría la “reestructuración del Conacyt para acoplarlo a los lineamientos del Proyecto Alternativo de Nación” del MoReNa. Su ideología se convirtió así en política de Estado, y la libertad y pluralidad de los miles de científicos mexicanos se ha debido someter a su voluntad personal y al partido político de su preferencia.

Y en esas estamos. Por lo pronto, para conseguir la transformación “de esta sociedad en otra”, Álvarez-Buylla cuenta no solo con su fervor epistémico y la fe en esa ideología, sino con un enorme poder burocrático, así como con el apoyo de los científicos con conciencia y con “honestidad intelectual”, un puñado de investigadores mediocres ascendidos de pronto a consejeros, asesores, comisarios y funcionarios cuyo mérito académico principal es la sumisión a sus designios. Es el caso del plagiario Romero Tellaeche (a quien impuso como director del CIDE), el plagiario Armando Contreras Hernández (a quien impuso como director del INECOL), el plagiario Alejandro Gertz (a quien le otorgó el más alto nivel del SNI), o su consejero John Ackerman (a cuyo proyecto para llevar a México a la “verdadera democracia” le entregó veinte millones de pesos, luego de declararlo “proyecto nacional estratégico”).

¿Qué podría fallar? ~